Plack: ser revolucionario en contra voluntad

El domingo, 7 de octubre de 1900, por la tarde, Heinrich Rubens y su esposa se fueron a tomar el té en la casa de los Planck, en un barrio residencial de Berlín.

Max Planck (1858-1947)
Rubens y Max Planck eran colegas y colaboraban en el departamento de física de la Universidad de Berlín: el primero era un físico experimental, el segundo un físico teórico. Después de algunas conversaciones y chismes, los dos hombres se trasladaron en a los asuntos de estudio de Planck; cada uno de los dos sabía y sentía que había algo importante que tenía que ser dicho y que no se podía esperar más. Fue allí, en ese momento en el que Rubens, le comunicó a su colega la noticia que nunca habría querido darle: no había nada que hacer; él y su equipo habían revisado y vuelto a revisar mil veces: los resultados de los experimentos que se estaban llevando a cabo, sobre la radiación del cuerpo negro, no estaban de ninguna manera de acuerdo con la teoría, y en particular con una fórmula de Wien que Planck consideraba adecuada.

Planck se levantó nerviosamente de su silla y se acercó a la ventana que daba a un jardín ordenado, mientras el sol se ponía, lejano. El asunto era serio y fundamental, ya no se podían dar más vueltas, fingiendo que nada estuviera pasando: había que ponerse allí, delante de una hoja en blanco y reconsiderar de nuevo todo desde el principio, con el fin de llevar a cabo una nueva expresión que reprodujera los datos experimentales. Eso era lo que había que hacer y tocaba hacerlo lo más pronto posible.

En los últimos años del siglo XIX, había una sensación generalizada de que la física hubiera llegado a dar una explicación al mundo entero. En 1865, el físico escocés James Clark Maxwell había concebido una serie de ecuaciones (más tarde elegantemente sintetizadas por Heaviside) que explicaban todo el electromagnetismo y que, junto con las leyes de Newton, parecían ser las herramientas para explicar cada fenómeno natural. El nivel de confianza era tal que el prestigioso físico británico Lord Kelvin llegó a declarar: No hay nada más por descubrir en la física. Lo que queda por hacer son sólo medidas más correctas. El mismo Lord Kelvin, también estaba convencido de que máquinas voladoras más pesadas que el aire son imposibles de construir. No sólo los millones de vuelos diarios de hoy en día, sino también lo que estaba a punto de salir a la luz en el escritorio del Planck, refutarían sus aserciones.

Ludwig Boltzmann (1844-1906)
Max Planck vivía en 1858 en Kiel, una ciudad al norte de la actual Alemania, en aquel entonces, bajo el gobierno danés, que más tarde se volvió prusiana en 1864. Su padre era un profesor de derecho en la universidad local y Max se crió en una familia tradicionalista, conservadora, consagrada a la Iglesia y al Estado. Una de esas familias prusianas que nunca vieron muy bien a Hitler, pero -por lealtad a Alemania- tal vez no se opusieron suficientemente a su figura, ni tampoco emigraron. Tan solo lo contrarrestaron apenas en los últimos años de la guerra, cuando estaba llevando Alemania a la locura y a la destrucción total, como de hecho ocurrió. No por casualidad, el hijo de Max Planck, Erwin, fue parte del grupo conspiratorio para asesinar a Hitler el 20 de julio de 1944. Erwin  fue arrestado y ejecutado por ello.

Planck era entonces un hombre de una sola pieza, con convicciones firmes, tanto en la física como en la vida. Además, en 1900, en la época de la famosa visita de su colega Rubens, ya tenía 42 años y era un profesor establecido: es decir, no era un joven propenso a aventuras o que tuviera ganas de revolucionar el mundo. A Planck le gustaban las cosas limpias, claras, definidas, absolutas. Tal como eran el mundo y la naturaleza, que a su juicio existían independientemente del hombre que las observaba; como las leyes de la física y las matemáticas, que estudiaba y aplicaba para racionalizar ese mundo y esa naturaleza. Pero, precisamente por este rigor interior, Planck era un científico meticuloso y coherente: si una fórmula no era capaz de explicar un experimento, era necesario encontrar otra fórmula que fuera capaz de hacerlo. No había ninguna duda o salida fácil al respecto.

A Planck le gustaba especialmente la segunda ley de la termodinámica. La que afirma que todo proceso que se produce en la naturaleza se acompaña a un aumento en la entropía (desorden) del universo. Es este principio el que explica, por ejemplo, que al abrir una frasco de perfume, el aroma se esparce en el aire, o porqué, abriendo una ventana en el invierno, la habitación se vuelve más fría o incluso porqué el café quieto en una taza no comienza a mezclarse solo. Planck lo consideraba como un principio absoluto e inviolable, justo una de esas cosas que le atraían tanto de la física y del mundo.

El hecho es que unos años antes de ese fatídico 1900, un físico austriaco llamado Ludwig Boltzmann había proporcionado una interpretación estadística de la segunda ley de la termodinámica, según la cual, matizaba que normalmente los fenómenos antes mencionados son los que observamos, pero simplemente, porque son mucho más probables. Sin embargo, en principio, es posible, aunque extremamente poco probable, que el perfume se quede todo en la botella, la temperatura de la habitación no baje tras abrir la ventana y el café se mezcle solo.

Planck esto no se lo podía tragar y le generaba una tremenda molestia. "¡¿Cómo?! ¡Justo la segunda ley de la termodinámica que yo considero sagrada y absolutamente válida! ¡Y ahora tú, Boltzmann, me vienes a decir, en cambio, que todo es cosa de probabilidad, y que también podría ocurrir lo contrario de lo que yo creo incontestable!" La verdad es que otros muchos físicos pensaban como Planck. Tanto es así que - aunque ciertamente la oposición de la comunidad científica no fue la única razón - Boltzmann se suicidó en un hotel cerca de Trieste durante unas vacaciones con la familia.

La interpretación de Boltzmann, entre otras cosas, suponía que la materia estaría compuesta de átomos. Y, aunque hoy en día esto pueda aparecer extraño, en ese momento una parte de la física (incluyendo al propio Planck) era muy reticente que esto fuera cierto.

Cualquiera que sea la razón, después de que los Rubens se hubieran ido ese domingo por la noche y durante unas semanas, Planck se sentó en su escritorio, retorciéndose el cerebro para encontrar una explicación al hecho de que la curva experimental de la cantidad de energía emitida por un cuerpo negro (un objeto ideal similar a un horno que re-emitiera toda la energía absorbida) en función de la frecuencia, no podía ser completamente reproducida por la teoría. Debieron ser semanas muy duras y atormentadas para Planck. No sólo por la dificultad del problema físico-matemático, sino más bien porque a medida que se acercaba a la solución, comenzaba a darse cuenta de que esa solución no le iba a gustar para nada, porque significaba aceptar y usar, justo, la interpretación de Boltzmann.

Recordará Planck: "Fue un acto de desesperación... sabía que el problema era fundamental y conocía la respuesta. Por naturaleza soy un hombre pacífico y contrario a las aventuras arriesgadas, pero tenía que encontrar una explicación teórica a cualquier costo, sin importar qué tan alto este pudiera ser ". En esta frase, reposa todo el tormento de un hombre: ser guiado por sus principios en una dirección en la que sabe que encontrará algo, que pondrá en entredicho lo que siempre ha creído.

Aplicando parcialmente las teorías de Boltzmann, Planck fue capaz de llegar a una solución brillante y sacar una fórmula que explicaba perfectamente los datos experimentales, que hizo pública el 14 de diciembre 1900. Sin embargo, la paradoja y la tragedia de Planck no se limitó a tener que rendirse a las ideas de su adversario científico. La fórmula de Planck se basaba, de hecho, en un concepto casi enteramente nuevo (justo Boltzmann lo había, de alguna manera, anticipado unos años antes), que se reveló de importancia fundamental, hasta que iba a dar vida a la más profunda revolución de la ciencia moderna. De hecho, Planck supuso que la energía podía ser absorbida y emitida sólo como paquetes. Es decir, había una cantidad mínima y discreta de energía -un cuanto-, que podía ser intercambiada y todos los intercambios de energía sólo podían ser un múltiplo de esa cantidad: había nacido el concepto de cuantización de la energía.

12 cuantos de rosa


Para entender mejor la idea de la cuantización, podemos pensar en un ramo de rosas: yo puedo comprar 1 rosa o 2 rosas, o tal vez 20 rosas, pero son todos múltiplos de 1 rosa, que es el cuanto de las rosas. No tiene sentido que yo vaya a la floristería para comprar un cuarto de rosa o siete rosas y media. Así, la energía, en general, no puede asumir cualquier valor posible, sino sólo valores múltiples de una cantidad mínima e indivisible: el cuanto. Todo esto puede parecer no tan importante en sí mismo, y de hecho el propio Planck no le dio demasiada importancia, considerando esa asunción puramente formal y capaz de resolverle el problema matemático. Pero en los años siguientes, la idea de cuantos de energía revolucionaría la física y fue exactamente Planck, el tranquillo y conservador Planck, amante del statu quo y de la física que había estudiado en los libros, quien desató un pandemonio científico que sacudió los cimientos de la física clásica y provocó el nacimiento de la física cuántica.

El hecho de que la energía se nos presente como cuantos y no de manera continua no es algo de que un ser humano común pueda darse cuenta en la vida cotidiana. Por ejemplo, la oscilación de un reloj de péndulo, no aparece cuantizada (aunque en realidad lo es), es decir, nos parece que el péndulo pueda estar en todas las posiciones posibles. La cuantificación se hace esencial y evidente sólo en el mundo microscópico de dimensiones atómicas y no en el macroscópico. Hasta el 1900 nadie había pensado en eso, porque nadie podía ver los fenómenos en los cuales es observable la cuantización. En 1900 no se tenía una idea precisa de cómo estaba constituido el átomo, de hecho -como dijimos- ni siquiera su propia existencia era segura, ya que no existía ni el conocimiento, ni los medios técnicos para explorarlo. En aquellos años, sin embargo, el mundo subatómico comenzó a ser el centro de interés de los físicos. Cuando se comenzó a investigarlo y tratar de interpretar los experimentos que no podían explicarse con la física conocida hasta ese momento, alguien se acordó de la “formulita” que Planck había definido, durante aquellas semanas de finales de otoño de 1900.

Como se ha mencionado, de hecho, en los años siguientes a 1900, la comunidad científica (incluyendo a Planck) no le dio mucha importancia a la noción de cuantización; nada revolucionario pasó. Pero un día, en 1905, un señor un poco raro y despeinado que trabajaba como empleado en la oficina de patentes en Berna (Suiza) salió con una teoría muy extraña que algunos años más tarde, le valdría el Premio Nobel. Ese señor un poco raro y despeinado se llamaba Albert Einstein.

Efecto fotoeléctrico.
Esquematización del efecto fotoeléctrico: una radiación electromagnética (luz) golpea un metal y hace que de este sobresalgan electrones (partículas cargadas negativamente)
El término fotoeléctrico fue introducido por el físico italiano Augusto Righi en Bolonia en 1888.

Einstein publicó un articulo sobre el efecto fotoeléctrico, es decir, el fenómeno por el cual, mandando luz contra la superficie de un metal, este puede emitir electrones (partículas negativas que están dentro del átomo, alrededor del núcleo positivo). Hasta entonces se creía que la luz era una onda electromagnética, como Maxwell había descrito. El problema era que con la física clásica de Maxwell no se podía explicar cómo el efecto fotoeléctrico se producía. En particular, no era posible entender por qué había un valor de frecuencia (energía) de la radiación incidente por debajo del cual el efecto no ocurre, es decir, los electrones no son emitidos.

Utilizando el concepto introducido por Planck, Einstein asumió que también la luz estuviera cuantizada, o sea compuesta por cuantos de luz que transportan cantidades discretas de energía dependientes de la frecuencia de la luz misma. Los electrones podían ser extraídos del metal, o sea alejarlos del núcleo positivo de los átomos, sólo cuando estos cuantos de luz (más tarde llamados fotones) que llevaban la energía suficiente para liberarlos de la atracción del núcleo. El efecto fotoeléctrico por lo tanto no era una interacción de tipo onda-electrones como se creía, sino fotón-electrón, como si se tratara de dos bolas de billar que se golpean entre sí.

Pero, ¿qué significa todo esto? No sólo que la hipótesis de la cuantización de la energía concebida por Planck se confirmaba de una forma impactante, sino que había que aceptar o por lo menos considerar otra hipótesis desconcertante: la luz ya no tenía solamente una naturaleza ondulatoria, sino también corpuscular, como si estuviera hecha por millones de bolitas, es decir, por fotones, que, a pesar de no tener masa, se comportan como partículas. Planck tuvo que ser sacudido hasta en lo más íntimo del alma: por culpa de su intuición, no sólo la física clásica se volvía obsoleta en el mundo subatómico, sino que ¡también la certeza absoluta de que la luz fuera una onda se ponía en duda!

De hecho, ahora se acepta la extrañeza, inicialmente postulada por Einstein en 1905: la luz, al igual que cualquier otra cosa, es a la vez onda y partícula. Su carácter se revela a nosotros en función de cómo la miremos: si llevamos a cabo un experimento para demostrar que es una onda, se comporta como una onda, pero si queremos asegurarnos de que es una partícula, se observa como una partícula.

La idea de Einstein no fue considerada de inmediato correcta por los físicos y tuvieron que pasar varios años antes de que la existencia de los cuantos de luz se demostrara y aceptara. Lo curioso y paradójico es que uno de los oponentes más fuertes de los cuantos fue Max Planck, es decir, la persona por la cual el concepto de cuantización había aparecido por primera vez en escena. Planck no podía tragar todas esas noticias abstrusas: no sólo la física clásica ya no podía ser la herramienta para explicar el mundo, sino que incluso aparecieron conceptos vagos, dobles, contra-intuitivos, extraños: todo lo contrario a las cosas claras, nítidas y absolutas que a él tanto le gustaban.

Primera conferencia Solvay.
La Conferencia Solvay de 1911 fue la primera de una serie de reuniones anuales sobre temas de la física y de la química, organizadas en Bruselas (Bélgica) por el industrial Ernest Solvay. En esa ocasión Einstein era el segundo más joven participante.

Planck tuvo que ser convencido, sobre todo por el propio Einstein, de la validez de la idea que él mismo había sugerido por primera vez, como demuestra este extracto de una carta escrita por Einstein a un amigo en el noviembre 1911 poco después de la conferencia de Solvay donde la cuestión de la cuantificación fue debatida y aceptada: "He casi logrado convencer a Planck de que la idea de los cuantos es correcta, después de que él la haya combatido durante todos estos años."

Pero para Planck los sufrimientos no habían terminado... en los años 1926-1927, una nueva generación de físicos impulsaría aún más la revolución cuántica provocada por él mismo, afirmando -entre otras cosas- que no es posible saber con certeza donde está un electrón en un átomo y que no existe una realidad absoluta (ni tan siquiera aquella realidad que no existe), sino que ella depende de cómo el espectador la observa. Eso es todo lo contrario de lo que Planck asumía como cierto y le reconfortaba. Por cierto, incluso Einstein se quedó muy escéptico con respecto a esta interpretación, hoy considerada válida y compartida.

Planck y Einstein en 1929 en Berlín.
En los años sucesivos a ese domingo de octubre de 1900, Planck pasó largas horas en su escritorio, tratando de encontrar explicaciones alternativas a su teoría cuántica. Es decir, un intento de demostrar que estaba equivocado. A pesar de sus esfuerzos, no pudo: su lucha contra sí mismo fue en vano... en 1918, a la edad de 60 años, Max Planck fue galardonado con el Premio Nobel de Física por haber introducido por primera vez el concepto de cuantización de la energía.




Gian Pietro "Jumpi" Miscione
Artículo original de L'Undici

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