Una noche como todas



Llegué a casa pasadas las diez. 
Mi nevera estaba tiritando, un tomate rosa y medio aguacate demasiado maduro 
me miraban con cara de pocos amigos, a ellos tampoco les apetecía ser mi cena. 
Me puse el chándal gris vigoré dos tallas más grande y me tumbé delante del televisor, el programa 
de moda donde unos chicos carne de gimnasio intentaban ligarse a una chica rellena de botox, 
estaba repitiendo su décimo capitulo, había tenido mucho éxito, claro que también era normal, 
con los tiempos que corrían  más valía mirar las desgracias ajenas.

Me acordé de Joey. Él y yo habíamos roto la relación justo hacia un año, después 
de las fiestas de navidad cuando ya, las cenas familiares y regalos, habían 
acabado con nuestra paciencia. Lo habíamos hecho discretamente, solo informamos 
a la familia de ambos una vez el divorcio estuvo firmado, igual que a nuestros 
amigos, intentábamos ahorrarnos los típicos comentarios y intentos de reconciliación, pero no 
pudimos. Después de la noticia todos decían lo mismo "¿os lo habéis pensado bien?" 
Mira q hacíais buena pareja, no me podía imaginar que estabais tan mal, etc., etc.,
 mi madre tardó casi seis meses en comprender que cuando me llamaba a casa 
ya no hacia falta que me diera recuerdos para Joey, la costumbre de once años…decía…
Los hábitos en las personas se adquieren a los 21 días, dejarlos ya requiere más
tiempo.
Joey era de esa clase de hombres que mi amiga Mary llamaría de postizo, ese tipo 
de hombre q ha nacido por y para los negocios, pero sobretodo ha nacido para conseguir la 
admiración de los demás. Gracias a ello teníamos uno de los apartamentos más caros de la ciudad, 
ciento setenta metros no son fáciles de pagar en Staten Island. 
Joey siempre estaba fuera de casa. Al principio era diferente, cariñoso, afable, detallista...pero 
cuando creó su propia empresa todo cambio, se volcó en su negocio, yo llegaba a casa por las 
tardes y acaba cenando siempre sola, "cinco minutos y salgo del despacho cariño"...pero se 
olvidaba de decirme a que hora pertenecían esos cinco minutos. Intentamos varias veces tener 
hijos pero los test de embarazo dieron todos negativo, unos cuantos dólares tirados a la basura 
y  una ilusión que iba por el mismo camino. En algún momento confieso que me desesperé, 
teníamos un apartamento de cuatro habitaciones i tres baños que yo misma había destinado 
a llenar de pequeños revoltosos que nunca llegaban. Supongo que eso contribuyó también a que su 
demora en volver a casa fuera incrementándose, reconozco que mi humor era cambiante y 
malhumorado muchas veces. El día que le pedí el divorcio se mostró sorprendido, "Pero cariño, 
que te pasa?” Invertí menos de 1 minuto en explicárselo "ya no te quiero". 
Al final resultó ser una suerte no haber tenido hijos, todo era más sencillo así. 
Ahora el apartamento lo disfrutaba yo, en nuestro divorcio le saqué un buen pellizco sino quería que 
contase que su secretaria Megan, se pasaba el día limpiando el suelo de su despacho de rodillas.  
Megan… ¿Que clase de nombre es ese para una secretaria?
Me compré un siamés a los dos meses del divorcio pensando que seria mi salvación 
a la soledad hogareña, pero a las dos semanas los estornudos y el pico de ojos 
eran mis fieles compañeros. Tuve que llevarlo a la tienda dónde lo había comprad. 
Otro “macho”, por llamarle de alguna manera y dentro de su género, que salía de mi vida.
 
El tema del gato me hizo recordar a mi primer paciente. Yo tenía 24 años y poca experiencia. 
Trabajaba en una associación para personas con trastornos de  ansiedad y el señor, vamos a 
llamarle Charly, tenia una fobia específica a los pájaros des de hacia 3 años más o menos, 
desde que una gaviota había  intentado robarle el trozo de bocadillo que tenia en las manos mientras 
miraba el  mar desde Great Kills Park, no podía soportar ver una pluma ni oír su canto o su aleteo... 
el día que entró al despacho y me expuso lo que le pasaba me quedé tan atónita que a duras penas 
era capaz de escribir nada…me acordaba de los canarios y periquitos que toda la vida habíamos 
tenido en casa, eran tan alegres  que no llegaba a comprender como alguien podía tenerles pánico, 
bueno, de hecho, los de mi casa cantaban tanto que por las noches mi madre les echaba un trapo
encima de la jaula para silenciarlos, no era precisamente miedo lo que  ella sentía…después de unas 
cuantas sesiones y una terapia de exposición en  vivo, conseguimos que fuese capaz de acercarse 
a las palomas de La Tourette Park a darles de comer las típicas semillas que los quiosqueros vendían
cerca de allí y los jubilados compran a quilos.

Miré el reloj y eran más de las doce y media de la noche, los muelles del sofá se me empezaban a clavar
en la espalda. Miré mi móvil y no había ningún mensaje nuevo. 
Irme a la cama era mi mejor opción.  

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