El pardillo del ladrillo

Hace más de tres años comentábamos que los carteles de “SE VENDE” que colgaban de los balcones de algunos pisos habían incrementado substancialmente su tamaño.  Recordaba algo las entrañables películas de Alfredo Landa en las que el actor habla más alto para ver si consigue que las suecas entiendan su español de una vez. El consejo entonces era sencillo: no por subir el volumen ni darle más visibilidad al anuncio, se va a llevar uno el gato al agua. Hay que hablar una lengua que entienda nuestro interlocutor. Y la única lengua que en estos momentos entienden los compradores (ya sea por inversión o por necesidad) es la de rebajar drásticamente los precios.

Pues bien, han pasado los años, los carteles han perdido su lustre y los precios de los pisos, aunque algo han caído, siguen desorbitadamente caros. El ratio que mejor describe la sobrevaloración es sin duda el de la relación precio/ingresos familiares. La media histórica de ese ratio se sitúa en torno a 4. ¿Qué quiere decir? Pues que se necesitan todos los ingresos de cuatro años de una familia media para comprar una vivienda. En el punto álgido estuvimos cerca de un ratio de 8 (el Reino Unido y EE UU se quedaron lejos de nuestra plusmarca, con unos ratios máximos inferiores a 6).
¿Cómo nos las hemos ingeniado para llegar a semejante desvarío? ¿Cómo es posible que si durante el periodo 1998-2007 la renta de las familias subió un 54%, los precios de las viviendas se disparasen un 200%? De los muchos factores que han contribuido a esta situación demencial  me quedo con uno, quizá el más significativo. Raghuram Rajan, profesor de economía indio afincado en EE UU, ha sido reconocido recientemente como el economista más influyente desde que estallara la crisis. Rajan apunta a que en las últimas décadas las desigualdades sociales  en los países desarrollados han aumentado enormemente. Aun así, hemos seguido consumiendo insaciablemente. ¿Cómo lo hemos conseguido? Efectivamente, a base de crédito. Crédito que, independientemente de que nos llegará cortesía de alemanes, y banqueros y políticos patrios, el ciudadano ha acogido alegremente. Hemos consumido más, y hemos llevado los precios de los inmuebles hasta límites insospechados gracias a la descomunal inyección de crédito barato de la que hemosdisfrutado durante los últimos años. ¿Qué hemos logrado con todo ello? Mayores desigualdades: Los pobres son más pobres pues hay más paro, tienen salarios más bajos, y han contraído una enorme deuda (y ahora viene la parte más amena)  que de una forma u otra tendrán que devolver; amén de unos activos supermegasobrevalorados.
En fin, después de las caídas de precios de estos años continuamos con un ratio precio/ingresos familiares por encima del 6,4 (es decir, que necesitamos casi 6 años y medio de ingresos familiares íntegros para pagar una vivienda). Esto quiere decir que para volver a la media histórica de 4 los precios aún tendrían que caer cerca de un 40%. Demografía, paro, salarios, inventarios (casas nuevas por vender), mercado de alquiler, condiciones crediticias,… todos los factores relevantes, absolutamente todos, indican que los precios van a seguir cayendo. Lógicamente, las caídas en el caso del suelo han sido hasta la fecha, y seguirán siendo, mucho más dramáticas que las de vivienda. En EE UU los precios de la vivienda ya habrían llegado o estarían próximos a su media histórica.
Lejos de que el mercado inmobiliario vuelva a su cauce, como paulatinamente viene sucediendo en otros países, aquí por lo visto estamos empeñados en mantener los precios artificialmente altos. El partido que presumiblemente ganará las elecciones ha propuesto dos medidas al respecto: 1) Reintroducir la desgravación por compra de primera vivienda; 2) Crear un banco malo que compraría pisos a los bancos por una cantidad “más aproximada al valor en libros” que no al valor de mercado (según recoge El Economista en un editorial de ayer). El objetivo de la primera medida está claro: reclutar a cuanto pardillo hipotecable ande suelto por ahí para que arrime el hombro (la desgravación la acabará uno pagando con creces vía descensos de precio). El fin que persigue la segunda medida también parece obvio: forzar a todo quisqui (se haya hipotecado o no) a echar un capote, pues la pasta para la creación del banco malo saldría de los bolsillos del contribuyente, el padre de todos los pardillos. En cuanto a lo del valor en libros de los inmuebles, los bancos como en los filmes de Alfredo Landa parecen no entender, parecen hacerse el sueco, ya que cualquier parecido entre ese valor en libros y el valor de mercado es pura coincidencia. Yo, más que “malo”, dado que los pisos los estaríamos pagando a precio de oro, lo llamaría banco “gilipollas”, con perdón; pues de entrada ya sabemos que entre lo que ya han bajado y lo que tienen que bajar, acabaremos palmando una proporción brutal del importe que entre todos vamos a desembolsar. Después quedarían por pulir menudencias de carácter moral: ¿qué le explicas a la familia a la que han desahuciado, la han echado de casa y tiene que seguir pagándole la deuda al banco? ¿Con qué cara les cuentas a todas las empresas que han tenido que cerrar por falta de crédito que nos vamos a enfundar el atavío de Reyes Magos para entregar a los bancos un presente de 140.000 millones de euros (tramo alto que cita el Economista)? Independientemente de que en el fondo la operación ayude o no a que fluya el crédito, las formas son difíciles de justificar.
Además, solo con el rescate inmobiliario y el rescate de deuda soberana que se baraja estos días, si el Erario Público apechugase con la dolorosa, nos iríamos (de momento) a una deuda pública cercana al 90% del PIB. Basta mirar a Grecia o Italia, para ver que los mercados no se andan con chiquitas cuando la deuda pública se dispara y el crecimiento brilla por su ausencia.

Feliz mes de noviembre,

Òscar Ramírez
oscarramirezbcn@gmail.com

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