--¿Ah, no? ¿Con qué entonces?—inquiere el Ministro.
-- Con la estabilidad –replica Humphrey con su habitual sorna condescendiente.
-- Con la estabilidad –replica Humphrey con su habitual sorna condescendiente.
Humphrey es el alto funcionario que con descarnado pragmatismo aconseja al Ministro en la memorable serie televisiva “Sí, Ministro”. Y es que una de las obsesiones del pueblo británico es precisamente esa: la Estabilidad, de ahí seguramente su larga tradición democrática. Los hay que creían que al menos en el mundo desarrollado las etapas de penuria las habíamos dejado atrás, que éramos más ricos, más altos, más guapos… y que habíamos llegado a un estadio de estabilidad y bienestar perenne. Lo mismo pensaban muchos en los años 20. No es ninguna coincidencia que en 1931 viese la luz Un mundo feliz de Aldous Huxley: clásico de la literatura utópica inglesa que describe una sociedad donde impera la Estabilidad conseguida gracias al bienestar económico y el consumismo, y gracias también al soma, la droga de la felicidad suministrada por el propio Estado. Ni que decir tiene que el experimento de Un mundo feliz no funcionó. Y para muchos solo la Segunda Guerra Mundial pondría fin a la crisis iniciada en 1929.
No deja de sorprender, pues, que la opinión generalizada entre los analistas solventes sea que a ambos lados del Atlántico nuestros mandatarios nos han conducido a cotas de inestabilidad extremas. En USA, la Reserva Federal se ha inventado cantidades ingentes de dinero que ha inyectado en la economía, es decir, que se ha pasado cinco pueblos dándole a la máquina de imprimir. El problema es que si se quiere evitar una espiral inflacionista descontrolada, esos fondos, igual que se inyectan, hay que retirarlos después. Una ínfima subida en los tipos de interés, explica el gestor americano John Hussman, implicaría una retirada de golpe de los 700.000$ que la Reserva Federal americana se ha venido inventando en los últimos meses. El eventual impacto en los mercados y en la economía podría ser de todo menos bonito.
A este lado del océano se nos habla de integración político-económica como solución al problema, pero uno tiene la sensación de que a este ritmo el desenlace de la crisis no se va a decidir en los despachos de París, Atenas, Berlín o Madrid, sino en sus calles. Seguramente lo decidirá el ciudadano alemán negándose a apechugar con la dolorosa (solo hay que ver con qué gusto se sufraga el gasto extremeño o andaluz desde, por ejemplo, Cataluña, ¡y eso que compartimos nacionalidad!; como para creerse que los teutónicos vayan a apoquinar dando palmas con las orejas en esta suerte de reunificación paneuropea). Y también lo van a decidir los ciudadanos periféricos ahora que les han retirado la droga de la felicidad–Grecia no es más que la avanzadilla--, incapaces de asumir más recortes o, como apuntaba un conocido analista, hartos de que los expriman para rescatar a la banca europea.
¿Qué pondrá fin a la crisis iniciada en 2007? Hagan juego, señores.
EL MERCADO
Visto lo visto, prediciendo crisis los economistas dejarán mucho que desear, ahora bien, a acuñar coloridas expresiones no hay quien les gane (sobre todo a los anglosajones). Tanto para describir la situación estadounidense como la europea, algún crac de la comunicación se ha inventado la imagen de “darle patadas a la lata” (to kick the can), en román paladino, “huir hacia adelante” o “posponer el momento de la verdad”. Cada vez que llegas a la lata de nuevo tienes dos opciones: o bien asumes que ha llegado la hora de la verdad y te enfrentas a ella, o bien le vuelves a dar otra patada. El problema es que en economía las patadas no son gratis. Cada vez que le arreas un puntapié, complicas más el ineludible momento de la verdad. De hecho, Wolfgang Münchau desde el Financial Times, nos recuerda que a estas alturas le estamos dando patadas a una lata de explosivos.
Feliz mes de julio,
Òscar Ramírez
oscarramirezbcn@gmail.com
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