LIES (Capitulo X: Rob)

Rob estaba apoyado en la esquina de Carlton Boulevard con Crown Avenue, eran las cuatro de la tarde de un día gris, y como cada semana, esperaba al chico pelirrojo de ojos azules y pecoso, que había conocido por casualidad una noche de esas que preferirías no haber salido de casa.



El tan esperado camello llegó puntual.

  • Me has traído lo que te pedí? – preguntó Rob mientras ladeaba la cabeza mirando que nadie más los viese.
  • Aquí lo tienes. Tío, estás muy colgado.
  • No te pago para que me sermonees.
  • Tu mismo, tus neuronas van a acabar fritas.
  • Cien.
  • Ciento-veinte, para conseguirte esta cantidad me he tenido que recorrer media ciudad.
     
    Rob vaciló y estuvo debatiéndose entre darle una patada en la parte que más le dolería o matarlo directamente. Se calló y le pagó. El chico rojizo se fue por donde había venido, Rob le vio marcharse y sintió rabia, mucha rabia.
     
    Emprendió el camino hasta su casa. Esta era lúgubre y fría desde que sus padres se marcharon a vivir a Canadá, estaban hartos que su hijo les quitara dinero para sus vicios, que llegase a casa medio borracho y drogado hasta las cejas, de que les amenazara con el puño…Rob lo recordaba todo cada vez que hacia girar la llave del piso y el silencio era el único que le recibía.
    El hermano de Rob, Steve, era ocho años mayor que él, demasiada diferencia de edad ya que Steve había ejercido más de padre que de hermano. Steve le había intentado proteger de sus malas compañías, de sus idas y venidas y juegos peligrosos, pero hubo un día que ya no pudo protegerlo más, y tuvo que proteger a sus padres.
    Él mismo se encargo que estos, una vez jubilados, fueran a vivir a Canadá. Allí la familia tenia una casa de veraneo, modesta pero lo suficiente acogedora como para pasar el resto de sus días tranquilos. Steve, su mujer y sus dos hijos iban a visitarles cada quince días, se lo podían permitir, Steve era directivo en una multinacional y su mujer médico. Sus dos preciosos mellizos hacían las delicias de sus abuelos cuando llegaban a la tierra de la “The Maple Leaf”.
    Steve no quiso a Rob en su casa, y le dejó solo en un piso de ciento diez metros cuadrados, con vistas a un edificio de tocho rojo y ropa colgada en todos los balcones.
    Rob vivía gracias a la ayuda de su hermano, este le pasaba quinientos dólares cada mes con la condición de que no se acercase a su casa para nada, a no ser que se estuviese muriendo. Si Steve hubiera sabido que el desliz de su mujer tuvo como protagonista a su hermano Rob, de bien seguro que ni muriéndose le abriría la puerta.
    Le gustaba su cuñada, le había gustado desde el primer día que la vio, esbelta pero bien dotada, con curvas bien definidas y una cabellera larga y rizada. Ella se sentía atraída también por el toque macarra de Rob, muy diferente al de su Steve, siempre trajeado y con cara de acelga. Los dos se lo tomaron como una aventura apagafuego, y cumplieron su promesa, una vez y nada más, a pesar de que en los pocos encuentros que tenían toda la familia, aprovechaban los momentos solos para tener encuentros fugaces y fogosos en algún rincón de la casa.
    Hacia ya dos años que Rob sin trabajo, de la última empresa le habían echado después de dar un puñetazo al encargado cuando este le recriminó el estado lamentable en el que había llegado un martes por la mañana.
     
    Rob entró y encendió la luz del recibidor, en el espejo solo su reflejo, se miró y lo que vio no le gustó. Se fue directo al comedor, ahí, encima de la mesita de centro tenia todo lo que necesitaba en ese momento, una lata de cerveza medio llena de la noche anterior, una tarjeta de crédito con un fin distinto al de sacar dinero, un billete de cinco dólares y unos pañuelos de papel. Dispuso el contenido de la paperita que el chico rojo le había dado, encima de la mesa y con la ayuda del dinero de plástico dispuso la coca en cuatro hileras, todas para él.
    Cinco minutos después, todo su alrededor se desvanecía a la vez que su foro interno le pedía salir corriendo de aquél lugar. Cogió la chaqueta y volvió a salir de casa, esta vez no cerró con llave, total, todo lo que le podían robar lo llevaba encima, lo demás… recuerdos amontonados. Lo que sí cogió fue su casco de moto, había decidido que hoy iba a ser un buen día para dar una vuelta en ese trasto viejo que con el billete de cinco dólares convertido en gasolina, le llevaría hasta el infinito y más allá. Eran las seis y media de la tarde.

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