El amor en tiempos del mojito

¿Alguien se acuerda de cómo era la vida antes del mojito? ¿Qué tomábamos en los aperitivos? ¿Qué hacíamos? ¿Cómo podíamos vivir sin mojito?

Hace unos quince años, el mojito era solo un exótico cóctel que Hemingway solía beber en el bar "La Bodeguita del Medio" en La Habana (Cuba), donde la leyenda dice que fue inventado. Parece que la palabra "mojito" viene de "mojo", un condimento típico de la comida cubana de ajo y cítricos, que se utiliza para marinar o también puede venir del adjetivo "mojado". Sin embargo, no existen dudas sobre el hecho de que hoy el mojito se ha convertido en algo tan famoso e imprescindible casi como la Coca Cola, además de ser un símbolo de una época.

Si fuera un periodista intelectualmente deshonesto (es decir, como la inmensa mayoría de los periodistas), mencionaría aquí y ahora datos sensacionales y no verificables (y por lo tanto imposibles de contradecir) sobre el extraordinario aumento en la producción de menta en la última década. El hecho es que me gustaría saber si ustedes lectores habían visto hojas de menta "en vivo" antes de la llegada del mojito o cuántos la habían comprado y luego – hay que admitirlo - ¿cuántas veces la hemos estado buscando como el oro en todos los supermercados o tiendas paquistaníes de la ciudad antes de una fiesta? La visión del espacio para la menta tristemente vacío en el supermercado de la esquina es uno de los traumas más terribles de nuestro tiempo.

De hecho, podemos impresionar a nuestros amig@s en el aperitivo, dejando caer - como quien no quiere la cosa - que el auténtico ingrediente vegetal del mojito no es la menta, sino la yerbabuena, una planta que crece silvestre en Cuba y tiene un sabor más delicado de la menta vulgar. La receta prevé mezclarla con ron blanco, azúcar de caña, jugo de limón y agua de soda (o alternativamente, agua con gas).

Seguro que también vosotros conocéis a alguien que ha remplazado sus plantas de marihuana con plantas de menta (o tempora, o mores!). En las playas de Barcelona, vendedores ambulantes (e ilegales) ofrecen mojitos por 3 euros cada uno y en la barra de cualquier bar que se precie, triunfan – en algún tipo de vaso – unos penachotes de menta con un claro significado sexual (¿os imagináis hojas de menta flácidas en la barra de un bar...?) que no esperan nada más que ser introducidas dentro de un vaso y ser machacadas. Gestos que acompañan nuestros atardeceres y confirman nuestra identidad de pertenencia y estilo de vida: pedir un mojito significa ser capaz de vivir en este mundo y un guiño a la cultura del fun en forma de aperitivo. Pero... ¿cómo se hacía antes, cuando el mojito no existía? ¿Cuán triste era la vida sin esos penachos verdes y el encantador deshacerse del azúcar entre los labios?

El aumento masivo en el consumo de mojitos va de la mano del advenimiento de una nueva práctica social que envuelve y atañe a una gran parte de la población: el aperitivo, pero más específicamente el "aperitivo largo". Por definición el aperitivo es la costumbre de encontrarse antes de comer, para picar algo y tomar cócteles o refrescos de contenido alcohólico no demasiado alto. La descripción me parece inadecuada y por cierto obsoleta, por lo menos refiriéndose al "aperitivo largo", que yo definiría como la costumbre de reunirse en vez de comer, para picar y tomar cócteles de alta graduación alcohólica. De hecho, el aperitivo largo reemplaza y no precede a la cena: comienza después del trabajo y se acaba alrededor de las once de la noche, casi siempre después de haber tomado alcohol en gran medida, con el estómago prácticamente vacío. Se llega hasta ese punto fingiendo no saber muy bien cuánto tiempo quedarse, mirando el reloj de vez en cuando, pensando: ahora tengo que irme a casa, mientras la esperanza es realmente seguir encontrando buenas razones para pedir otro mojito y quedarse hasta las once de la noche.

Ahora, volvamos un poco atrás en el tiempo, hasta finales de los años cincuenta cuando se estrenó la exitosa obra teatral “Un tranvía llamado deseo” de Tennessee Williams. Es la historia de una soltera de 35/40 años (Blanche) quien va a visitar a su hermana, Stella, casada con un hombre macho, violento y pasional. La comedia nos ofrece una mirada cínica sobre la condición femenina de aquella época: mientras espera a un príncipe azul que nunca llegará, Blanche se ha vuelto alcohólica, entrelazada en ambiguas relaciones sexuales y al final será llevada al manicomio. Por el otro lado, su hermana tiene una familia y un hombre, pero el precio que paga es ser maltratada y considerada un mero objeto sexual. En otras palabras, en la sociedad no hay cupo para mujeres solteras: hay que casarse, aunque sea con un bruto.

Las costumbres sociales estadounidenses siempre anticipan las europeas y “Un tranvía llamado deseo” representa una situación que aquí ha sido una realidad hasta hace unos años: estar solter@ (hombre o mujer) a la edad de 35-45 años era totalmente inaceptable e inadmisible por la sociedad. Lo mejor que te podía pasar era ser considerad@ "extrañ@", más normalmente marginad@ e impopular. Cuando yo era pequeño, mis padres tenían varios amigos "sin pareja" y aunque yo no tenía ninguna razón especial para juzgarlos mal, no podía evitar percibir que había "algo extraño": ¿por qué no tenían una pareja? ¿Por qué no tenían hijos? ¿Por qué no eran "como todos los demás"?

Hoy en día las costumbres han cambiado, por suerte. Nuestro mundo está lleno de solteros, solteras, separadas / divorciadas, etc. y la cosa es perfectamente normal y socialmente aceptada. De hecho, en algunos casos, ¡incluso genera envidia! Estar soler@s puede hasta ser una elección y no la consecuencia de un matrimonio terminado mal o de la incapacidad de encontrar pareja.

Sin embargo, seguimos siendo Homo sapiens y algunas cuestiones siguen siendo inamovibles. En particular, para los solteros - excepto los ermitaños – sigue existiendo el "problema" (grande o pequeño dependiendo de la persona) de cómo pasar el tiempo o por lo menos algunos momentos del día o del año: con quién ir de vacaciones, como pasar la Nochevieja o las Navidades, etc., o más cotidianamente: qué hacer para la cena y después de la cena. Para algunos, comer solos es el súmmun de la tristeza, pero también aquellos quienes no tienen miedo de estar solos (a excepción precisamente de los ermitaños) – siendo el Homo sapiens un animal social - sienten la necesidad de contacto con sus semejantes. Y aquí llega el “aperitivo largo” que permite solucionar (o eludir...) el problema: después del trabajo voy a tomarme un par de cócteles, pico algo, hablo con alguien, me muestro radiante en mi círculo de amigos y vuelvo a la casa trastornad@, alegre y sin paranoias, habiendo arreglado de una tacada cena y post-cena. ¡Y mañana será otro día!

Los peligros son numerosos. En primer lugar, si yo fuera un periodista torpe, podría citar un estudio realizado por alguna prestigiosa universidad estadounidense, que concluye que en los cacahuetes (o similares) de los mostradores de los bares hay cantidades anormales de orina y otros líquidos (y sólidos) orgánicos. Además, el alcoholismo, como mínimo el socialmente aceptado, está ahí al lado, así como la transición a la fase 2, es decir, la cocaína. Además vivir de “aperitivos largos” comporta el riesgo de acabar frecuentando la misma gente y en general un mundo seguro que no nos trae problemas pero tampoco grandes ocasiones o estímulos. Es fácil perder la capacidad de recuperar la necesaria flexibilidad y el impulso necesario para encontrar a una pareja que no sea ocasional (asumiendo que esto sea un objetivo).

En otras palabras, la crónica costumbre del aperitivo largo nos otorga la fácil oportunidad de escondernos, de aplazar los problemas y apartar la confrontación con nosotros mismos de una forma divertida (¡irse de copas con amigos no es una experiencia dolorosa!).

Existe una alternativa al mojito, más fatigosa y que no todo el mundo puede poner en práctica: irse de vacaciones solos, quedarse en la casa leyendo un libro el sábado por la noche, cocinar cenas refinadas para nosotros solos, etc. Sin embargo eso también tiene riesgos. Hace unos años, estando soltero, me fui de vacaciones a Brasil, solo. Y la mayoría de la gente me preguntaba si iba de putas o si tenia algún problema. Hay que ser conscientes de que – aunque no pasará nada de lo que les ocurre a las hermanas de “Un tranvía llamado deseo” – evitando el mojito, muchos nos consideraran raros o deprimidos y eso tiene un precio. Somos animales sociales y en general es normal que los juicios de las personas cercanas nos afecten. Además acostumbrarse a la soledad puede ser peligroso (a excepción de los ermitaños), se puede perder el hábito al contacto con los demás: el conocimiento de personas interesantes pasa por y empieza muchas veces con charlas y ocasiones superficiales.

Aunque mejor que en “Un tranvía llamado deseo”, la vida y el amor en los tiempos del mojito no es nada fácil: ser uno mismo en sociedad es siempre muy complicado y fatigoso y la menta tal vez no sea el ingrediente perfecto de la receta.

Beep, beep... beep, beep... ¡Ah! Acabo de recibir un sms de mis amigos: me esperan en un chiringuito nuevo en la playa: aperitivo y luego ya veremos qué hacemos... ¿o mejor me quedo en la terraza leyendo a Dostoyevski bajo la sombra de la marihuana...?

Jumpi
Artículo original de L'Unidi

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